sábado, 3 de diciembre de 2016

El mundo desde "La Cafecita" (crónica de viaje)


“Conocerse, saberse, presentirse, observarse, esperarse, necesitarse, verse, revisarse, temerse, enfrentarse, quererse, ganarse, volverse, transformarse, perderse, amigarse, olvidarse, recordarse, sanarse, Obsequiarse, mimarse, alentarse, escucharse, hablarse, mentirse, sincerarse, sentirse, cantarse, dibujarse, olerse, rechazarse, viajarse, quedarse, volarse, entretenerse, soñarse, evolucionarse, revolucionarse, florecer, cultivarse, brindarse, animarse, aventurarse, intuirse, gruñirse, lamerse, lastimarse, atacarse, defenderse, encontrarse, cerrarse, involucrarse, abrirse, liberarse”, escribo en mi libretita de trapo, una mañana sentada en “La Cafecita”, la cafetería que atiendo durante un mes, en una universidad de México.

La cosa evidentemente es con una misma. No está fuera la solución, la solución siempre está adentro nuestro. Por eso es importante identificar todo que nos hacemos sentir. Eso pienso, y fuera de “La Cafecita”, los jóvenes y las muchachas del “Tecnológico de Lázaro Cárdenas” van y vienen entre clase y clase. La propuesta de atender una cafetería dentro de una Universidad, me pareció encantadora así que ya voy tres semanas.
Por primera vez desde que llegué a México, tuve una rutina, una responsabilidad, un trabajo que hacer. Después de las aventuras con el artesano y la bruja, los cientos de viajes éste año, las idas y vueltas con el amor pagano, las incontables capas de estructura que se movieron adentro, me dispuse a frenar. Despertarme muy temprano, hacerme café con leche y dos tostadas de queso y miel, buscar hielo, abrir “La Cafecita”, es mi aventura cotidiana.
Cuando me describieron el trabajo me imagine en medio de la nada, con dos conservadoras (acá le dicen hieleras), una mesita de plástico y vendiendo galletitas y papas fritas (acá le dicen galletas y Sabritas). La noche que vi por primera vez “La Cafecita” llovía. No iba a estar a la intemperie pero justo falta uno de los techos así que vi cómo se mojaba una parte de la estructura cilíndrica donde iba a pasar un mes, y no me importó.

Todos los días llego con seis bolsas de hielo para enfriar las bebidas y armo el espacio circular, que luego va rotando para salvar los alimentos del sol. Pongo los mismos discos que tengo en el celular y leo “Relatos de Poder”, de Carlos Castaneda, mientras vendo. Se supone que acá estamos en invierno, y eso solamente hace que las mañanas tengan un clima primaveral, que para el mediodía arde nuevamente en el verano eterno que se vive en éste rincón del mundo, a orillas del Pacífico.

La quietud de la mañana es deliciosa, corre una brisita y el mundo parece en paz. Mi cabeza está en paz. Porque el año se está terminando y mi escenario anterior se diluyó, entonces soy consciente de que de pronto, aparezco sentada en un banco de barra, vendiendo galletitas, dentro de una Universidad donde se forman los futuros ingenieros, lejos de toda contractura citadina.
“¿Eres argentina?”, “¿de dónde eres muchacha?”, “no eres de aquí ¿verdad?”, me dicen una y otra vez en la ventanita por donde observo su universo. “Sí, soy de Argentina”.

Me gusta mucho observar los rasgos de los rostros mexicanos. Las muchachas tienen labios gruesos y ojos negros. La mayoría llevan mucho maquillaje y colores oscuros de labial que jamás me hubiera animado a usar.
Los varones flacos, rellenitos, altos, bajitos (chaparritos), con el cabello negro, las pestañas gruesas, los ojos brillantes, llegan tímidos, osados, curiosos, charlatanes, serios, risueños, jóvenes. Todos me dan la impresión de ser realmente inocentes.
También llegan los trabajadores de la obra en construcción que hay justo al lado de la Cafecita, tienen la piel curtida por el trabajo de albañil, la mirada milenaria, la cabeza cubierta por algún sombrero grueso, y la apariencia de agotamiento y sed que produce el sol después de las doce.
Los vigilantes, los docentes, la mujer de la biblioteca que siempre me pide un vaso con hielo, se paran frente a mi pequeña ventanita y de a poco nos vamos conociendo.

Después de una mala actitud que tuvo el muchacho que vende tacos de canasta a un lado mío, ya no le hablo. Aprendí a respetar en un 99, 9 porciento mis sensaciones respecto de las personas y eso me da tranquilidad.
Así que me paso las horas leyendo, escribiendo en mi libretita de trapo, tratando de no pensar, descansando de todas las veces que me tocó armar y desarmar la mochila, buscando explicaciones para esas cosas que todavía me cuestan aceptar, dándome cuenta de que efectivamente cambié en ciento ochenta grados mi historia.

Cuando le dije a la muchacha de rulos que iba a armar una pequeña exposición de mis acuarelas dentro de la Cafecita, ella se rió y nos imaginamos una secuencia en la que alguien se acerca y dice “¿tú los pintas?, ha!, qué interesante!. ¿Me vendes un sandwich?”. Y tal cual así ocurre, lo cual me parece todavía más divertido.
Me animé a colgar una cuerda sobre las Sabritas, como si fuera un tendal de ropa, y con los mismos broches de la casa expuse a la mujer de alas verdes para que me haga compañía. “¿Por qué está desnuda?”, me preguntó hace poco uno de los muchachos. “Así es el personaje”, respondí de forma poco convincente.

La mujer de alas verdes está desnuda porque es libre y está en perfecta salud. Desde los once años padezco una enfermedad psicosomática llamada psoriasis, que funciona como un catalizador de las cosas que me angustian y no conseguí expresar. Cuando era niña comencé a escribir como una forma de sacar de adentro ese dolor y cada vez estoy más convencida de que la palabra también puede sanar.
En pocas oportunidades vi mi cuerpo desnudo completamente libre de psoriasis, aún ahora que ya conozco más mis procesos, suele aparecer alguna pequeña lesión. Cuando la acuarela da vida a ese pequeño cuerpito desnudo, creo una piel libre de dolor, y en cada paisaje interno procuro explicarme el fenómeno de la vida.
Todas las máscaras que voy dejando en el camino me permiten estar un pasito más cerca de saber quién soy, que quiero, a dónde voy. Entonces sentada en la paz de la mañana lazareña, simplemente respiro mi presente mientras el año comienza a cerrar el telón. Por un mes soy una muchacha de pueblo que atiende una cafetería en una Universidad. Todo lo que fui, todo lo que seré, solo es obra de mi imaginación.


La vida es una aventura siempre cotidiana, nuestro desafío es abrazar la belleza de lo simple y recordar que el amor que compartimos, es la riqueza más importante a la que podemos aspirar. 

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