“Conocerse, saberse, presentirse, observarse,
esperarse, necesitarse, verse, revisarse, temerse, enfrentarse, quererse,
ganarse, volverse, transformarse, perderse, amigarse, olvidarse, recordarse,
sanarse, Obsequiarse, mimarse, alentarse, escucharse, hablarse, mentirse,
sincerarse, sentirse, cantarse, dibujarse, olerse, rechazarse, viajarse,
quedarse, volarse, entretenerse, soñarse, evolucionarse, revolucionarse,
florecer, cultivarse, brindarse, animarse, aventurarse, intuirse, gruñirse,
lamerse, lastimarse, atacarse, defenderse, encontrarse, cerrarse, involucrarse,
abrirse, liberarse”, escribo en mi libretita de trapo, una mañana sentada en
“La Cafecita”, la cafetería que atiendo durante un mes, en una universidad de
México.
La cosa evidentemente es con una misma. No
está fuera la solución, la solución siempre está adentro nuestro. Por eso es
importante identificar todo que nos hacemos sentir. Eso pienso, y fuera de “La
Cafecita”, los jóvenes y las muchachas del “Tecnológico de Lázaro Cárdenas” van
y vienen entre clase y clase. La propuesta de atender una cafetería dentro de
una Universidad, me pareció encantadora así que ya voy tres semanas.
Por primera vez desde que llegué a México,
tuve una rutina, una responsabilidad, un trabajo que hacer. Después de las
aventuras con el artesano y la bruja, los cientos de viajes éste año, las idas
y vueltas con el amor pagano, las incontables capas de estructura que se movieron
adentro, me dispuse a frenar. Despertarme muy temprano, hacerme café con leche
y dos tostadas de queso y miel, buscar hielo, abrir “La Cafecita”, es mi
aventura cotidiana.
Cuando me describieron el trabajo me imagine
en medio de la nada, con dos conservadoras (acá le dicen hieleras), una mesita
de plástico y vendiendo galletitas y papas fritas (acá le dicen galletas y Sabritas).
La noche que vi por primera vez “La Cafecita” llovía. No iba a estar a la
intemperie pero justo falta uno de los techos así que vi cómo se mojaba una
parte de la estructura cilíndrica donde iba a pasar un mes, y no me importó.
Todos los días llego con seis bolsas de hielo
para enfriar las bebidas y armo el espacio circular, que luego va rotando para salvar
los alimentos del sol. Pongo los mismos discos que tengo en el celular y leo “Relatos
de Poder”, de Carlos Castaneda, mientras vendo. Se supone que acá estamos en
invierno, y eso solamente hace que las mañanas tengan un clima primaveral, que
para el mediodía arde nuevamente en el verano eterno que se vive en éste rincón
del mundo, a orillas del Pacífico.
La quietud de la mañana es deliciosa, corre
una brisita y el mundo parece en paz. Mi cabeza está en paz. Porque el año se
está terminando y mi escenario anterior se diluyó, entonces soy consciente de
que de pronto, aparezco sentada en un banco de barra, vendiendo galletitas,
dentro de una Universidad donde se forman los futuros ingenieros, lejos de toda
contractura citadina.
“¿Eres argentina?”, “¿de dónde eres muchacha?”,
“no eres de aquí ¿verdad?”, me dicen una y otra vez en la ventanita por donde
observo su universo. “Sí, soy de Argentina”.
Me gusta mucho observar los rasgos de los
rostros mexicanos. Las muchachas tienen labios gruesos y ojos negros. La
mayoría llevan mucho maquillaje y colores oscuros de labial que jamás me
hubiera animado a usar.
Los varones flacos, rellenitos, altos,
bajitos (chaparritos), con el cabello negro, las pestañas gruesas, los ojos
brillantes, llegan tímidos, osados, curiosos, charlatanes, serios, risueños,
jóvenes. Todos me dan la impresión de ser realmente inocentes.
También llegan los trabajadores de la obra en
construcción que hay justo al lado de la Cafecita, tienen la piel curtida por
el trabajo de albañil, la mirada milenaria, la cabeza cubierta por algún
sombrero grueso, y la apariencia de agotamiento y sed que produce el sol
después de las doce.
Los vigilantes, los docentes, la mujer de la
biblioteca que siempre me pide un vaso con hielo, se paran frente a mi pequeña
ventanita y de a poco nos vamos conociendo.
Después de una mala actitud que tuvo el
muchacho que vende tacos de canasta a un lado mío, ya no le hablo. Aprendí a
respetar en un 99, 9 porciento mis sensaciones respecto de las personas y eso
me da tranquilidad.
Así que me paso las horas leyendo,
escribiendo en mi libretita de trapo, tratando de no pensar, descansando de
todas las veces que me tocó armar y desarmar la mochila, buscando explicaciones
para esas cosas que todavía me cuestan aceptar, dándome cuenta de que
efectivamente cambié en ciento ochenta grados mi historia.
Cuando le dije a la muchacha de rulos que iba
a armar una pequeña exposición de mis acuarelas dentro de la Cafecita, ella se
rió y nos imaginamos una secuencia en la que alguien se acerca y dice “¿tú los
pintas?, ha!, qué interesante!. ¿Me vendes un sandwich?”. Y tal cual así
ocurre, lo cual me parece todavía más divertido.
Me animé a colgar una cuerda sobre las Sabritas,
como si fuera un tendal de ropa, y con los mismos broches de la casa expuse a
la mujer de alas verdes para que me haga compañía. “¿Por qué está desnuda?”, me
preguntó hace poco uno de los muchachos. “Así es el personaje”, respondí de
forma poco convincente.
La mujer de alas verdes está desnuda porque
es libre y está en perfecta salud. Desde los once años padezco una enfermedad
psicosomática llamada psoriasis, que funciona como un catalizador de las cosas
que me angustian y no conseguí expresar. Cuando era niña comencé a escribir
como una forma de sacar de adentro ese dolor y cada vez estoy más convencida de
que la palabra también puede sanar.
En pocas oportunidades vi mi cuerpo desnudo
completamente libre de psoriasis, aún ahora que ya conozco más mis procesos,
suele aparecer alguna pequeña lesión. Cuando la acuarela da vida a ese pequeño
cuerpito desnudo, creo una piel libre de dolor, y en cada paisaje interno
procuro explicarme el fenómeno de la vida.
Todas las máscaras que voy dejando en el
camino me permiten estar un pasito más cerca de saber quién soy, que quiero, a
dónde voy. Entonces sentada en la paz de la mañana lazareña, simplemente
respiro mi presente mientras el año comienza a cerrar el telón. Por un mes soy
una muchacha de pueblo que atiende una cafetería en una Universidad. Todo lo
que fui, todo lo que seré, solo es obra de mi imaginación.
La vida es una aventura siempre cotidiana,
nuestro desafío es abrazar la belleza de lo simple y recordar que el amor que
compartimos, es la riqueza más importante a la que podemos aspirar.
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