Todas las noches lo mismo.
“No quiero, no puedo, no sé, no me sale”, me estoy
repitiendo. Estoy cansada de repetirme así. ¿Sabes lo desesperante que resulta
pensar que el único relato interesante fue aquel de la pornografía en Japón?. Solo
esa vez cuando me imagine que ella soñaba ser una estrella porno en el mundo
arroz, pero nada más.
Porque falta mucho para que la conozcas, pero
podes saber desde ahora, que ella no quería ser el objeto de nadie, y aunque no
se diera cuenta de la jaula en la que vivía, ella solamente se estimuló una vez
pensando a millones de japoneses codiciosos de su escote púber en alguna gigantografía
vulgar, perdida entre miles de carteles escritos con esos jeroglíficos que
llaman idioma.
Qué pobreza imaginativa. Ahora que me acuerdo
bien de la cara que imaginé en las portadas de las revistas para hombres
japoneses. ¿Con qué se excitan los japoneces?. Vaya uno a saber.
La cosa es que ella, salida de mis dedos en
el teclado, prisionera de él. De él no vamos a hablar, no por el momento. Ella no
era importante para nadie y ¿sabes que es completamente innecesario?, decir que
estaba aburrida de todo.
¿Qué pasa con las mujeres cuando nos
aburrimos?. Pero no digo aburrirnos una tarde dando vueltas por la casa, o una
noche cuando no hay pintura que arregle el par de ojos opacos. ¿Qué pasa cuando
las mujeres realmente nos aburrimos profundamente de todo?.
¿Qué pasa cuando la lívido de los japoneses
dejó de estar en el cuerpo casi de varón adolescente que todavía cargaba ella a
esa edad?.
Las historias de este estilo tienen el
problema de interrumpirse por los cuestionamientos estúpidos del cerebro, que
como una sanguijuela se infiltran. “¿una joven con cuerpo de varón púber que se
imagina como estrella porno de los japoneses?, qué linda, que ocurrente”, y se
ríe con la soberbia del venenoso.
Por eso nunca llego a escribir el momento
donde camina por la calle y encuentra una bolsa negra que se mueve como si
contuviera a un animal vivo adentro. Por eso ese momento, que debería ser
relatado una noche de luna enorme pierde fuerza o genera un cuestionamiento más.
¿Qué contiene la bolsa?.
Una rata. Que sale inyectada cuando ella le
da aire al nudo de plástico. Que fiasco ésta historia sin movimiento. Porque
ella camina de noche, encuentra una rata que escapa, se imagina ganando
millones gracias a la pegajosa lívido japonesa y entra en el único bar que
queda abierto a esa hora.
¿Conoce a alguien en el bar?. Sí, pero no es
el amor de su vida ni pavada parecida, es un imbécil más de los que ve cada
noche. Porque además hay que aclarar que no llega allí buscando un trago de
bebida blanca, sino que al cruzar la puerta se dirige a la cocina y sale
vestida de mesera, o mejor dicho, con un delantal negro viejo al que ya se le
borró la inscripción barata del lugar.
¿Pero a quien conoce?. Conoce al hombre rata,
ese ser abominable que la siguió de adentro de una bolsa negra tirada en la
calle.
“Qué absurdo”, dice, “los hombres no salen de
bolsas negras mostrando un cuerpo de rata”.
No importan esas opiniones improductivas. Sé
perfectamente que el hombre rata se perdió en el aroma que llevaba la muchacha
y se sentó con los dientitos separados y la nariz puntiaguda a pedirle un café
con leche, que pretendía tomar en la barra para mirarla trabajar.
¿Sabes que es peor que estar aburrida?. Sí,
estar aburrida y que un hombre rata se siente a pocos metros para tomar de a sorbos
ruidosos el café con leche que le serviste especialmente con veneno para ratas.
“¿Lo mata?”.
No lo mata, pero se imagina matándolo de ese
modo, lavando la taza inmediatamente con lavandina, escurriendo el cuerpo hasta
la vereda y echándole alcohol encima.
Solo imaginación que da batalla a la absurda
vida de un personaje, en el último de los momentos de la vida en la tierra.
“¿Tiene sentido contar esto?”.
No sé nada sobre el sentido de las historias,
pero ésta es una espina que tengo clavada a un costado de la costilla. Necesito
que algún día se desprenda por completo de mí.
“¿Escribir un relato absurdo te puede sacar
la espina?”.
Eso espero.
“¿Y cómo sigue?”.
El hombre rata se termina el café con leche y
en lugar de pagar la cuenta le ofrece un sobre gris. Se levanta de la silla,
camina a la puerta apresurado y antes de que pueda escapar se desata una
tormenta de verano.
Ella le grita que tiene que pagar su cuenta,
pero ve al hombre rata desaparecer en medio de la tempestad.
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