Cuando
es tan difícil amar a las personas, se hace muy sencillo amar a las cosas.
No es
un amor materialista el que nombro. Lo que digo es que la mesa redonda de
aluminio que compré a 20 pesos, en la vereda del local a la vuelta de mi primer
departamento, siempre fue incondicional a mi transformación.
Acuarela |
Es
igual con la radio, esa que tiene rota la lectora de cassettes y de compact.
Porque esa radio la tengo desde la secundaria, desde la época en la que
escuchaba “Vida”, de Sui Generis. Muchos días de verano tomando tereré,
sintiendo el olor a piel quemada y bronceador, observando los limoneros
amarillos y planeando mi fuga a la ciudad. “Aunque viva con dos pesos”, pensaba
mientras la radio hacia girar la cinta gastada.
No digo
que sea posible amar así a todas las cosas, pero de solo imaginarme lejos de
mis libros, ¿y la colección de tazas de los viajes cortos?, ¿o la pequeña
heladera?. Ahora que te lo digo, mira cómo se me ponen las pulsaciones. Porque
esa heladera tan chiquita e impráctica era la única que entraba en mi cajita de
zapatos en el Abasto.
Eran
los 15 metros cuadrados más amplios de mi vida, y ahí vivía con la heladera que
fue la última en llegar. Estábamos un poco apretados a lo último. Éramos: el
colchón (sobre la cama de madera que ya estaba), la mesita redonda que te decía,
la silla blanca de plástico, la pava sobre las hornallas eléctricas, el mate
que siempre me olvidaba de limpiar, las cortinas que hice con los pareos
violetas, la radio (todo el día), y la heladera pequeña que entraba justo en el
único lugar que había dejado el alfiler.
Son
esas pequeñas compañías que construyen un ritual silencioso en ésta ciudad
vacía. Vos no me vas a creer, pero ese lavarropas y yo tomamos muchos mates
mientras él trabajaba y los rayos del sol, todavía vestían el patiecito durante
el verano pasado. No es fácil decirle adiós a los carreteles de cables que
pinté para transformarlos en mesitas, y aunque no hayamos compartido tanto
tiempo, también será un momento especial cuando abrace al estantes para papa
fritas, que traje de la calle convencida de haber encontrado la segunda
biblioteca ideal.
¿No vas
a darme tu punto de vista?_ pregunto después de sentir que estoy hablando sola.
Ella
mira el fuego del sol y de pronto se le escapa una sonrisa ocasionada por algún
pensamiento.
“Podes
despedirte igual que de un gran amor”, y me mira. “Podes animarte a pensar, que
tampoco las cosas son eternas en la vida de las personas”.
…
“Está
bien, te lo pongo de ésta manera: ¿alguna vez pensaste cual es la última
mudanza?”.
Respiré
profundo y la escuche: “¿ves aquellas luces?, son viajeros de otros mundos.
Ellos vagan por distintos sistemas porque andan livianos. Vos tenes un traje
muy pesado ahora, pero un día vas a volver a la tierra, vas a sentirte agua,
vas a dormir dentro del fuego y vas a volar en los vientos del mar”.
“La
última mudanza requerirá despedir al propio cuerpo. Puedo entender que te
cueste mucho dejar atrás las palabras de tus libros, los ojos de tu heladera,
las manos de tu lavarropas, las tazas de las ferias artesanales. Pero imaginate
que te enamoraste con euforia, que el tiempo compartido ya lo tenes por debajo
de la piel, que aunque viajes en miles de formas, esa energía ya es parte de tu
ser”.
La miro
pero no la veo, estoy pensando en eso que dice.
“Despedite
de todo lo material, es tiempo de que te animes a la magia”.
Me mira
de reojo y estira la comisura del labio en una media sonrisa.
“La
magia no se puede atrapar, no se puede sostener, no se guarda en una valija.
Sin embargo, si te animas, podes ser parte de la magia”.
Aprieto
los labios tratando de entender. “La materialidad del amor, es la magia. Pero
si queres amar desde la seguridad de tus objetos, lamento decirte, que no vas a
poder experimentar nunca, la verdadera magia del amor”.
Suspiro…
Y el sol que es fuego, se diluye mágicamente cuando se trepa en el aire.
13 de
julio 2016.
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