domingo, 21 de agosto de 2016

Abrazar la niñez (paisaje interno #29)

“Después de llorarlo todo, de creer que había encontrado las respuestas, de pensarme tan fuerte ante el mundo que me había dado temor, caí en un cuarto oscuro.
Acuarela

En ese negro profundo no entraba ni un rayito de luz y tuve miedo durante muchos años. Me fui de mi ciudad a una enorme jungla gris y me conseguí un trabajo, lave mi ropa interior a mano, cocine fideos sin sal, me perdí en alguna calle que desembocaba al abismo. Me hice adulta.
Dejé de escribir, de pintar, de mirar con atención pura el movimiento de las hormigas sobre las hojas del jardín, me olvide de cantar en la ducha, me costó recordar que alguna vez había bailado frente al espejo, ya parecía parte de mi pasado esa necesidad de salvar el mundo.
Ese cuarto estaba realmente oscuro, pero después de un rato sentí que no tenía nada que temer, el cuarto estaba vacío. O bueno, el cuarto estaba casi vacío. Del otro lado, con la espalda pegada a la otra pared, respiraba un ser vivo. Estaba enrollando las piernas entre sus minúsculos brazos y los deditos apretaban las rodillas que sostenían su rostro oculto.
Mi corazón latía en los dos extremos de la habitación, que era apenas un cubo sin luz. Mi corazón estaba latiendo en los dos cuerpos, en la oscuridad comencé a sentir el miedo mutuo.
Me enojé. Primero me enojé y le dije que se muestre, que levante el rostro, que el mundo es duro, que hay que ser valiente. Le grite, acusé su pequeño tamaño, le dije que así de frágil no se podía vivir, pero no respondió.
Me quedé en silencio. No quería volver a gritar pero tampoco sabía qué hacer para que se levante, para que me permita saber quién era, ¿porque estábamos en ese cuarto vacío?, necesitaba que me explique porque alguien con todas las respuestas como lo era yo, todavía habitaba ese hueco.
Comencé a llorar. “Por favor”, le supliqué, acércate y salgamos de éste lugar. No podemos seguir en este cubo oscuro.
“Por favor”, le supliqué y la habitación empezó a despintarse. Entonces se gastó el negro, aparecieron los primeros grises, su cuerpito se dibujó anaranjado, mis lágrimas me bañaron las cicatrices. “No te voy a lastimar, pero por favor, tenemos que salir de éste lugar”, y antes de continuar vi entre los grises como levantaba la cabeza. “Yo también tengo miedo”, le dije.
Ella era una pequeña niña. Yo no sé qué se hace frente a una niña así. Le dije que no iba a gritar más, que no tenga miedo, pero que por favor se acerque, necesitábamos salir de ahí. Por favor, le pedí. Pero mi voz nerviosa me daba miedo hasta a mí misma.
Volví a quedarme en silencio y un dolor en el pecho me atrapó el corazón. Comencé a quedarme sin aire y me subió una contracción enorme en la cabeza. Me mordí los labios, no quería abrir los ojos, no quería habitar más esa oscuridad.
Todos los grises se suavizaron un poco más.
Lloré, lloré con la boca abierta, cerrada, apretada, temblando, empapada por todas las lágrimas que me deshidrataban el cuerpo entero. Lloré sobre mis pechos adultos, sobre mi vientre, conectando cada una de las marcas que me hizo la existencia hasta acá. Lloré hasta refregarme el dolor en todo el rostro, y vi a la niña caminar hasta a mí.
El cuarto se iluminó lo suficiente y vi el rostro de la creatura sonriendo.
“Hola”, me dijo esa niña que fui y que no recordaba.
Esos ojos, pómulos, cabello, esa expresión. Estaba viva, tan viva como lo había estado hace muchos años cuando jugaba a ser cantante y actriz, tan real como esa vez que me subí al árbol enorme que vivía cerca del centro comercial.
“¿Me abrazas?”, me pidió.
Pero yo no sabía hacer eso y crucé los brazos sobre mi cuerpo adulto.
“Soy vos, ¿jugas conmigo a que volamos en un enorme globo aéreo para dejar mensajes de amor en todo el mundo?”.
Pero yo no podía salir de mi asombro. Creí que esa niña yo no existía, que se la había tragado el tiempo.
“Soy vos”, volvió a decir y estiró sus pequeños bracitos.
Abrace a la niña que soy y todo el cuarto brilló en cada rincón. La niña me sostuvo la cabeza y me dijo que lo había hecho bien hasta el momento, pero que era tiempo de jugar.
La niña que sigo siendo me explicó que había cuidado muy bien de mí, pero que no era necesario encerrarla en un cubo oscuro para ser valiente. Trabajar, estudiar,  mirar a los costados para cruzar la calle, ser respetuosa y responsable, estaba bien. “Es bueno cuidar de vos en la ciudad, pero de nada sirve todo eso si no podemos seguir jugando”, dijo la niña que sigo siendo. "La fortaleza no está en lo adulta que te vuelvas para enfrentar las adversidades del mundo, sino en lo valiente que te vuelvas, para que las maravillas de la vida se conecten con la fascinación que siente tu corazón infante cada vez que algo te sorprende y llena de curiosidad". 
Me invitó entonces a pintar, cantar, hacer caras frente al espejo del baño, acostarnos en el pasto para mirar como las nubes cuentan historias mientras se desarman.
Hace tantos años necesitaba ese abrazo, que me quede dormida.
Cuando desperté estaba todavía en la ciudad, perdida en el hormiguero de metal, pero con unas enormes alas verdes, que la niña que soy pintó con sus acuarelas en mi espalda”, dijo la mujer de alas verdes y me invitó a jugar éste domingo de agosto.
Feliz día a todas las niñas y niños que seremos toda la vida.

21 de agosto de 2016. 

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